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lunes, 29 de septiembre de 2008

Profanación de cadáveres famosos

Que uno la palme no significa necesariamente que le vayan a dejar en paz (al menos en este mundo terrenal). Son numerosas las ocasiones que las personas, casi siempre movidas por un exceso de admiración o de animadversión, no permiten que los restos de un finado descansen tranquilamente, conviertiendo su muerte en una odisea peor aún que la que pudieran pasar en vida. Aquí van algunos ejemplos.

Oliver Cromwell



Máscara mortuaria de cera de Oliver cromwell


Oliver Cromwell, político y estadista inglés, tiene el merito de ser el culpable del único periodo de república que ha tenido la siempre muy monárquica Inglaterra. Murió en 1658 de causas naturales y fue enterrado con honores en la abadía de Westminster, pero cuando la monarquía recuperó el poder quisieron cobrárselas todas juntas. Desenterraron el cuerpo y fue arrastrado con un trineo por las calles de Londrés para luego ahorcarlo. Al anochecer lo descolgaron y fue decapitado (cuentan que necesitaron ocho hachazos).


Cabeza de Cromwell. La nariz dicen que la rompieron cuando lo descolgaron del patíbulo.


Su cuerpo se arrojó a un foso y su cabeza, clavada en una lanza, fue subida al tejado de Westminster donde permaneció expuesta durante… ¡veinticuatro años! En 1685 una tormenta hizo que cayera y un guarda real la cogió manteniéndola oculta hasta que en 1710 apareció en un espectáculo de curiosidades. La cabeza siguió cambiando de manos pasando por un actor, un joyero y una exposición hasta que finalmente, en 1960, la cabeza fue discretamente enterrada en los jardines del Sydney Sussex College.






Jeremy Bentham.



El filósofo británico Jeremy Bentham (1748-1832) donó al morir todas sus posesiones al University College Hospital de Londres aunque puso una extraña condición. A cambio pidió que su cuerpo fuera embalsamado y de esta manera presidiese todas las reuniones de la directiva del hospital. La fortuna de Jeremy debía de ser importante pues el hospital accedió a ello montando en una urna de cristal el esqueleto vestido con sus ropas y sujetando su bastón preferido.



Su cabeza fue sustituida por una réplica de cera y así de este modo, Jeremy estuvo presidiendo las reuniones durante noventa y dos años.







Charles O’Brien





Charles O’Brien, un irlandés que medía más de dos metros y que a mediados del siglo XVIII pasaba por ser el hombre más alto del mundo, se había enterado de que un científico llamado John Hunter codiciaba su cadaver para incluirlo en su museo particular. Para evitar caer en las manos del científico, Charles lo dispuso todo para que su cuerpo fuera colocado en un feretro de plomo y arrojado al mar. Sin embargo, cuando el gigante irlandés murió, John Hunter logró sobornar a sus enterradores y se hizo con el cuerpo al que hirvió para preservar su esqueleto.



Durante siglos se ha expuesto en el Royal College de Londres compartiendo vitrina con el esqueleto de una pequeña siciliana que medía medio metro de altura.






Duque Monmouth




James Scott, duque Monmouth e hijo ilegítimo de Carlos II de Inglaterra fue decapitado en 1685 acusado de rebeldía, en una ejecución que necesitó cinco golpes de hacha. Sin embargo, antes de ser enterrado y sin que se sepa de quien fue el “capricho”, se tomó la decisión de que debía de realizarse un retrato del duque para que legase sus rasgos a la posteridad.



De este modo, se le volvió a coser la cabeza al cuerpo para poder pintar el retrato que aún se conserva.






Albert Einstein.



Un caso mucho más reciente es el de Albert Einstein. Al parecer, la noche que se diseccionó el cadaver del científico, decenas de personas acudieron a contemplar el cuerpo del genio y, según palabras del oftalmólogo personal de Einstein, “cada uno agarró lo que pudo”. Él mismo confesó haber cogido los ojos que todavía conserva en una caja fuerte y que de vez en cuando contempla.



El cerebro también sufrió una odisea de más de cuarenta años para terminar convertido en 240 pedazos que se repartieron entre varios científicos de todo el mundo.

La noche del 18 de abril de 1955 el patólogo Thomas Harvey empuñó su escalpelo y realizó una incisión en forma de Y sobre el cadáver de Albert Einstein. Con el cuerpo aún caliente encima de la mesa, el doctor extrajo el hígado y los intestinos y halló casi tres litros de sangre en la cavidad peritoneal. A continuación abrió el cráneo con una sierra circular, extrajo el cerebro y se lo llevó a su casa.

Durante los siguientes cuarenta años, el destino del cerebro de Einstein se convertiría en una especie de leyenda. La historia del patólogo que había robado el cerebro del genio aparecía de vez en cuando en algún periódico local, sin que nadie conociera a ciencia cierta su paradero.

En 1996 el periodista Michael Paterniti retomó la historia de Harvey y lo encontró trabajando en una fábrica de plásticos de Kansas. El patólogo vivía en un pequeño apartamento y dormía en una cama plegable. Conservaba el cerebro de Einstein en un tarro de cristal de su cocina y lo había convertido en su obsesión.

Sin pensárselo dos veces, Paterniti se ofreció a llevar a Harvey hasta California, respondiendo al deseo del anciano de visitar a Evelyn Einstein, y zanjar el asunto devolviéndole el cerebro a la nieta del genio. Y así fue como el periodista y el patólogo se vieron envueltos en una de las peripecias más surrealistas de la historia: un viaje de costa a costa con el cerebro de Einstein en el interior del maletero.

“Cada vez que paramos en un autoservicio - explica Paterniti en su libro “Viajando con Mr Albert”– siento deseos de gritar: ¡En el maletero tenemos el cerebro de Einstein!” “La idea de que lo tengo ahí detrás, - escribe –, me resulta tan inconcebible y turbadora que no estoy lo que se dice en mi mejor forma para circular por carretera”.

La novela de Paterniti describe un viaje alucinante a través de Estados Unidos con el cerebro flotando en un tupperware en la parte posterior de un viejo Buick Skylark. Por si le faltaban ingredientes, en el camino visitan a William S. Burroughs, cruzan el Medio Oeste y se pasan por Las Vegas. Durante todo el trayecto se mantiene una constante, la atracción enfermiza que ejerce el cerebro sobre aquellos que le rodean:

“Una confesión: - escribe el periodista – quiero que Harvey se duerma… Quiero tocar el cerebro de Einstein. Sí, debo admitirlo. Quiero sostenerlo entre mis manos, acariciarlo, sopesarlo en la palma de la mano, tocar alguno de los quince mil millones de neuronas ahora dormidas. ¿Será su textura como el tofu, el coral del erizo de mar, la mortadela?”

Como se cuenta en la novela, el magnetismo que ejerció el cerebro sobre su poseedor terminó por destrozarle la vida. Durante los años que siguieron a la noche del robo, Harvey perdería el trabajo y arruinaría su carrera como médico, postergando una y otra vez la prometida investigación que aclararía los misterios de la mente del genio.

“Para Harvey el cerebro era como un objeto sagrado – explicaba Paterniti en una entrevista – Vivió con el cerebro de Einstein durante alrededor de cuatro décadas como su salvador y custodio, como el gran guardián del cerebro”.

Sin embargo, Harvey quiso compartir su hallazgo y buscó ayuda entre otros expertos. Cortó el cerebro en 240 trozos y los repartió entre unos pocos científicos de todo el mundo con el objeto de que los analizaran. En un último arranque de lucidez, y tal vez de sacrificio personal, Harvey terminó por devolver el cerebro al hospital de Princeton, convencido de que alguien debía ponerlo a buen recaudo (Después de todo la nieta de Einstein nunca llegó a quedarse el cerebro).

El viaje de Sugimoto

Paralelamente, al otro lado del Pacífico se gestaba una historia no menos peculiar en torno al cerebro. El científico japonés Kenji Sugimoto, obsesionado con la vida de Albert Einstein, emprendió a finales de los 90 una odisea personal en busca del cerebro del que tanto había oído hablar. La aventura, filmada por el director Kevin Hull para un documental de la BBC, llevó a Sugimoto a recorrer los Estados Unidos en busca de Harvey, hasta que le localizó en su casa de Kansas.

Como veréis con vuestros propios ojos, la escena en la que Harvey pesca un trozo de cerebro del interior de un bote de galletas y corta una loncha sobre la encimera de la cocina es uno de esos momentos dignos de ser recordados para el resto de nuestras vidas.




link: http://www.videos-star.com/watch.php?video=y3ZK5S2emug&eurl

Provisto de su preciado trofeo, Sugimoto regresó más tarde a Japón y celebró su éxito en club de karaoke local, donde cantó una canción acompañado del pequeño fragmento de cerebro de Albert Einstein

Cuarenta años después, y una vez analizados los distintos testimonios, parece que la noche en que Thomas Harvey diseccionó el cadáver de Albert Einstein terminó siendo una jornada bastante esperpéntica. Decenas de personas bajaron a contemplar el cuerpo del maestro y quisieron quedarse con un recuerdo. “Cada uno agarró lo que pudo” - explica el doctor Henry Abrams, oftalmólogo personal del científico. Él mismo extrajo los ojos de Einstein y los guardó durante más de 40 años en la caja de seguridad de un banco de Filadelfia.

Aún hoy, el doctor Abrams acude una o dos veces del año a la cámara de seguridad del banco y contempla los ojos del genio, con los que asegura experimentar “una profunda conexión”. “Cuando se miran esos ojos, - asegura Abrams– se ve en ellos la belleza y el misterio del mundo. Son claros como el cristal y dan sensación de profundidad”





Juan Domingo Perón




En aquel invierno de 1987, el país se encontraba asediado por un plan de desestabilización, generado por quienes se veían acorralados por los juicios por violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura.

El asedio se expresaba en bombas en escuelas y locales partidarios, amenazas a los jueces y fiscales, e incluso un frustrado atentado en Córdoba contra el entonces presidente, Raúl Alfonsín.

Los agentes de inteligencia del Ejército comprometidos en las pistas falsas sembradas en la investigación de Far Suau, el primer juez de la causa, permitió asociar el ataque a la tumba con el proceso de desestabilización.

Pero las últimas investigaciones periodísticas demostraron que otros ingredientes se mantenían escondidos.

Los autores de la profanación habían firmado las cartas para Saadi y Grosso como "Hermes, IAI y los 13".

"La Segunda Muerte", la última investigación sobre el crimen del cementerio de Chacarita, demostró que el nombre "IAI" remitía a un particular rito de ultratumba, sólo conocido por un puñado de fanáticos.

La confluencia de motivaciones políticas, vínculos con los servicios de inteligencia del Ejército, y esoterismo condujeron al nombre de Licio Gelli, el jefe de la logia italiana P2.

Gelli había compartido negocios y operaciones con los responsables de la dictadura argentina, era un profundo conocedor de las alusiones mitológicas escondidas en el mensaje "Hermes, IAI y los 13", se encontraba por entonces en el Río de la Plata y arrastraba un largo rencor contra Perón por una deuda millonaria que consideraba impaga.

A pesar de las dos décadas transcurridas, la investigación judicial se mantiene abierta desde que la retomó el juez de Instrucción Alberto Baños.

Las últimas revelaciones periodísticas, según trascendió la semana pasada en Tribunales, podrían generar nuevos movimientos en la investigación.

Si bien la profanación de la tumba de Perón fue denunciada el 29 de junio de 1987, el corte de las manos del cadáver recién se confirmó el primer de julio, cuando Far Suau encabezó una inspección en la bóveda.

Fuente 1, 2, 3

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