Google
 

lunes, 5 de noviembre de 2007

La vida dentro de 2000 números



Un periodista se sitúa en el año 2050 y cuenta los vaivenes del planeta que ya anticipaba en... ¡2007! un informe de las Naciones Unidas. Viaje al futuro, con aristas que dan cuenta de una constante atemporal: el hombre piensa en avanzar y, al mismo tiempo, cierra los ojos frente a algunos males que podría prevenir.


En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, “dos linajes hay en el mundo, como decía una abuela mía, que son el tener y el no tener”. La observación de Sancho Panza, formulada a comienzos del siglo XV, lejos estuvo de surtir efecto en forma inmediata. Surtió efecto cuatro siglos y monedas después. En un momento impreciso de la historia, la globalización derrapó por la diferencia abismal entre “el tener y el no tener”, encarnados en ricos y pobres. Entonces, como ahora, titilaba la luz roja. Entonces, como ahora, la sensación de bienestar era relativa. Entonces, como ahora, tambaleaba la libertad y, con ella, la democracia.

Entonces, como en esta tórrida primavera austral del año 2050, la globalización, concebida a finales del siglo XX como una novedad aunque sus raíces dataran de 1900, fomentaba la creación y la expansión de la clase media en los países emergentes, pero, a la vez, estaba siendo socavado el mismo estrato social en los países industrializados. La clase media de unos países y de los otros advirtió que la brecha entre ricos y pobres era cada vez más profunda. Tan profunda era que, en 2007, las 225 personas más ricas del planeta ganaban lo mismo que el 40 por ciento de la humanidad (2700 millones de personas); el dos por ciento de ellas tenía más patrimonio que más de la mitad de la población mundial.

Esos guarismos, incluidos en el informe prospectivo 2007 State of the Future, The Millennium Project, encargado por las Naciones Unidas, no eran un mero dato estadístico, sino una señal de alerta. Pocos advirtieron, sin embargo, que la globalización condenaba de ese modo a la clase media, más propensa a vender la casa que a comprarse una mansión, más propensa a empobrecerse que a enriquecerse, más propensa a perder que a ganar.

¿Qué pasó entonces? Estaba previsto que la clase media iba a sentirse amenazada por varios factores: más desorden social, más violencia, menos estabilidad laboral y, con una mayor expectativa de vida, menos certeza sobre el sistema de retiro. Estaba previsto, también, que la clase media, según otro informe prospectivo, Global Strategic Trends Programme 2007-2036, del Ministerio de Defensa británico, iba a sustituir al proletariado en la visión clásica de Marx e iba a provocar, y promover, una revolución.

La revolución del “proletariado de clase media”, vaticinada por el gobierno británico, tendió “a transformar los procesos transnacionales de acuerdo con sus propios intereses de clase”. No se trató de una revolución abrupta con un cambio de régimen, como la rusa, la china o la cubana, sino de una revolución silenciosa y progresiva. Se trató de una revolución de características orwellianas: “No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”. En este caso, la dictadura de la clase media.

¿Cómo era el mundo en 2007 en comparación con los años anteriores? Había más expectativa de vida, menos mortalidad infantil, más alfabetización, mejor producto bruto interno per cápita, menos conflictos armados y más usuarios de Internet. Había, empero, más emisiones de dióxido de carbono, más atentados terroristas, más casos de corrupción, peores condiciones climáticas como consecuencia del calentamiento global, menos votantes y más desempleo. Entre ambos polos del mapa mundial trazado por las Naciones Unidas, la gente se veía más sana, pudiente, educada, pacífica y comunicada, pero, al mismo tiempo, se veía más corrompida, agobiada, acalorada y dañina.

En esos años, más allá del yugo de la guerra contra Irak, de los afanes nucleares de Irán, de las masacres en Darfur, de los vaivenes de Medio Oriente y de la rutina del terrorismo, habían disminuido las guerras convencionales entre Estados nacionales y había recrudecido las hostilidades dentro de los países. Sobre todo entre minorías étnicas y religiosas, como en Irak y en Darfur, y entre gobiernos democráticos y facciones separatistas, como ETA en España y las FARC en Colombia.

En 2007, la violencia doméstica contra las mujeres provocaba más víctimas que las guerras. En un mundo desigual, el 57 por ciento de las mujeres trabajaba, pero sólo el 17 por ciento ocupaba bancas en los parlamentos. Por cada 94 chicas en el colegio primario había 100 chicos.

La economía global había crecido un 5,4 por ciento y el comercio global, un 15 por ciento el año anterior, pero el abismo entre ricos y pobres continuaba en ascenso. En América latina, con un aumento del 5,6 por ciento en 2006, la brecha entre unos y otros era la más amplia del planeta: 100 millones de personas (más de dos veces la población argentina de entonces) estaban condenadas a la pobreza extrema; la región tenía el 28 por ciento de las reservas de agua del mundo, pero casi 80 millones de personas carecían de agua potable y otros 120 millones no disponían de tratamientos de los residuos cloacales.

En general, el fracaso de los presidentes latinoamericanos que habían promovido la apertura de la economía en los años noventa quedaba reflejado en los escasos progresos alcanzados en desarrollo y justicia social, lo cual favorecía la proclamación de gobiernos que, con discursos izquierdistas y gestiones conservadoras, se pronunciaban a favor de la nacionalización de los recursos.

Desde 2003, las economías latinoamericanas no habían dejado de crecer a un promedio anual de más del cuatro por ciento, lo cual beneficiaba a los productores agrícolas, como la Argentina y Brasil, y petroleros y gasíferos, como Venezuela y Bolivia. En ello no primaban los Estados Unidos ni la Unión Europea, sino China y la India, por su pujanza industrial.

Memorias del fuego

Brasil aceleraba la producción de etanol como sustituto del petróleo, pero provocaba un daño irreparable en el medio ambiente con la deforestación de la Amazonia. Con la cocaína y la marihuana como armas de destrucción masiva, América latina quedaba relegada a un papel secundario frente a los avances de China y la India. Ni siquiera los desastres, como la crisis argentina de 2001, parecieron despertar interés en ella. No tenía hambrunas ni genocidios ni pandemias de sida ni Estados fallidos, como Africa.

De ahí, en cierto modo, las licencias del presidente vitalicio de Venezuela, Hugo Chávez, para instaurar su socialismo del siglo XXI y de su par de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, para desentenderse de la izquierda en más de una ocasión. E, incluso, las licencias del entonces presidente colombiano, Alvaro Uribe, el principal socio de los Estados Unidos en la región, para alterar la letra constitucional y reincidir sin contratiempos, y de su par argentino, Néstor Kirchner, para decidir a dedo la candidatura presidencial de su mujer, la senadora Cristina Fernández, en 2007.

La ideología, si la hubo, apenas sirvió de estribo. La bonanza económica, a pesar del de­sencanto de la gente con la pobreza, la inseguridad y la corrupción, permitía, o disimulaba, las licencias políticas, aupadas por una creciente independencia de los organismos internacionales de crédito, antes decisivos con sus juicios y observaciones. El populismo, variable regional entre la derecha y la izquierda, no levantaba ampollas, por más que hubiera diferentes populismos. No era lo mismo Lula que Chávez.

Por la región había pasado un tsunami. Perdieron puntos las reformas, las privatizaciones y el Consenso de Washington, al igual que el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Perdieron puntos también los partidos políticos tradicionales. A tono con el planeta, el respaldo de los Estados Unidos, valorado antes de la presidencia de George W. Bush, se convirtió en un factor negativo. El tsunami despeinó la superficie, pero no alteró la esencia. La profundizó. Y la orientó hacia negocios de gran impacto y envergadura, como el anillo energético, por un lado, y el biocombustible, por el otro.

La furia climática, tan azarosa como la islámica y la separatista, insinuaba sequías, hambrunas y desplazados. Insinuaba, a su vez, temperaturas infernales, incendios forestales, lluvias torrenciales y, curiosamente, sed. Mucha sed. En 1997, los países más ricos, excepto los Estados Unidos, habían acordado reducir la emisión de gases. Ocho años después, cuando debía entrar en vigor aquel manojo de buenas intenciones llamado Protocolo de Kyoto, era necesario volver a empezar para recomponer el hábitat.

Vislumbraba el gobierno británico la conversión de Irán en una democracia liberal, la pelea de China contra los musulmanes, la proliferación de los ataques terroristas, el incremento de las migraciones, el lanzamiento de naves no pilotadas, la militarización del espacio y, por la bomba de neutrones, el desarrollo de armas electromagnéticas.

En poco más de cuatro décadas, las nuevas tecnologías abarataron las armas. Las de neutrones son las más cuestionadas por su capacidad de emprender limpiezas étnicas sin daños colaterales de edificios, calles y puentes, así como por su capacidad de destruir redes de comunicaciones en áreas determinadas. Lo vaticinaba, también, el gobierno británico, confiado en que la población iraní, tan joven en los tiempos del presidente nuclear Mahmoud Ahmadinejad como la venezolana en épocas del bolivariano Chávez, iba a pavimentar el camino del país hacia la diversidad, en desmedro del régimen ortodoxo de los ayatolás.

Sólo en 2006, la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) había reportado 149 casos de uso ilegal de elementos radiactivos. El tráfico no era un problema: apenas el 10 por ciento de los 220 millones de contenedores marítimos que iban y venían por el mundo eran inspeccionados. Lo había advertido la Oficina Europea de Policía (Europol): ese año contó casi 500 atentados terroristas en su territorio. Lo había advertido, a su vez, el informe preparado para las Naciones Unidas: en el futuro, decía, el crimen organizado iba a echar mano de materiales nucleares capaces de poner en riesgo a comunidades enteras.

Desde el 11 de septiembre de 2001, todo atentó contra la libertad y la privacidad en beneficio de la seguridad. Malas noticias para los sindicatos: trabajamos más, pero tenemos menos empleos. No ganan los mejores, sino los más rápidos en asimilar los cambios. Entonces, como ahora, la memoria individual perdía la batalla contra los buscadores de Internet: desde comienzos de siglo empezó a ser más fácil conjugar el verbo google, incorporado inicialmente por el Oxford English Dictionary, que insistir en el ideal victoriano del conocimiento académico. ¿Acaso alguien puede recitar de memoria una poesía? Los programas educativos no apuntan en esa dirección.

En estos tiempos, conectados como estamos por medio de chips implantados en nuestros cerebros, no mejoró la comunicación. Es una batalla perdida desde antes de la irrupción de los teléfonos celulares y de Internet: en los albores del siglo XXI, nadie escuchaba a nadie y, por ello, nadie entendía a nadie. La cultura de la telepatía sintética, por la cual nos hablamos sin mover los labios ni las manos, poco y nada contribuyó a superar un déficit que, después de tanto machacar, pasó a ser parte de la condición humana. De ella, como decía el informe británico, empezaron a valerse los gobiernos, por un lado, y los terroristas, por el otro, para movilizar multitudes (flashmobs, según el léxico militar).

Mañana es hoy

Periodistas para registrarlo quedaron pocos a raíz de la aparición de ciudadanos con acceso a la última tecnología que ocuparon sus lugares y, más allá del rigor y de la deontología del oficio, ganaron espacios por la posibilidad de obtener primicias en los sitios en los que se producían los hechos. Pocos, pues, chequean la veracidad de las informaciones que se transmiten de chip en chip.

El sueño de algunos presidentes latinoamericanos pretéritos se hizo realidad. En aquellos tiempos, la línea divisoria entre la noticia y el entretenimiento comenzó a difuminarse. Tanto nos reímos que, finalmente, los presentadores artificiales de la Web, animados por computadoras, desplazaron a los conductores graciosos de la antigua televisión.

En el país del Gran Hermano, la casa del escritor George Orwell, su creador, tenía más de 30 cámaras ocultas que fisgoneaban sus inmediaciones en 2007. En ese país, uno de los pioneros en espiar vidas ajenas, había entonces cámaras camufladas en latas de porotos y en ladrillos viejos para pescar in fraganti a quien osara violar las normas del vertido de basura. Sólo en Londres, el promedio era de una cámara cada 15 personas; en 300 ocasiones podía ser captado un individuo en un solo día. Esto, sin embargo, no garantizaba la estabilidad matrimonial ni la seguridad urbana, como había quedado en evidencia en los atentados terroristas de 2005.

Las cámaras, primero mudas, se volvieron parlantes y, desde entonces, controlan el movimiento de la gente. Ese país, cuyo gobierno había alentado la invasión de Irak con la excusa de las armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein, procuraba fijar la mirada en nuestro tiempo, de modo de no verse en apuros por los cambios que iban a surgir de la globalización y de otros fenómenos en un mundo que, en este lapso, fomentó más su faz multilateral que la unipolar.

Los Estados Unidos preservaron el liderazgo, más repartido ahora con China y la India. El contexto estratégico era previsible. En la primera década del siglo, la integración, frente a fronteras reforzadas con muros, como los tendidos entre los Estados Unidos y México y entre Israel y Cisjordania, se daba gracias al uso creciente de teléfonos celulares, videos e Internet a precios decrecientes. Poco a poco, la toma de decisiones dejó de estar sólo en manos del hombre; comenzó a depender, como hoy, de la integración de una Web más inteligente con un software institucional y personal capacitado para ello.

El mayor crecimiento de la población se produjo en Medio Oriente, más del doble que en 2007, y en Africa subsahariana, así como en otras regiones subdesarrolladas. La población mundial, de 6600 millones de personas, había crecido un 1,1 por ciento en 2006. Estaba escrito que este año, 2050, iba a incrementarse un 50 por ciento más y que, desde 2008, más de la mitad iba a residir por primera vez en ciudades. En América latina, la población saltó en las últimas cuatro décadas de 550 millones de personas a 800 millones; desde 2030, el 85 por ciento habita zonas urbanas.

Somos una especie en movimiento. Confucio enseñaba en China que la gente que viajaba era conflictiva, falsa, inquieta y proclive a las conjuras. En el mundo todo, pocos admitieron en un primer momento que un cigarro con alas pudiera volar. En Gran Bretaña, el London Times inculcaba a sus lectores que un nuevo instrumento llamado teléfono era otro ejemplo del disparate norteamericano.

En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no puedo acordarme, la globalización había impuesto sus reglas: en las fronteras gozaban de libertad absoluta de movimiento los capitales, los bienes, las mercancías y la correspondencia, no las personas. Dos linajes, como observaba Sancho Panza, había en ellas: el tener y el no tener estaban más sujetos a la partida de nacimiento que al afán de superación.

Entonces, el 40 por ciento de la población mundial subsistía con menos de dos euros diarios, el precio de una Coca-Cola en Madrid o en París, según el Informe sobre Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En 18 países, con 460 millones de habitantes, habían empeorado las condiciones de vida desde 1990. De ellos, 12 pertenecían al Africa subsahariana.

La clase media, resistente, iba a ejecutar el papel del proletariado a la uurl-baneadoa de la doctrina marxista frente a la brecha nunca menguante entre ricos y pobres. Estaba escrito. Era, según el gobierno británico, la única capaz de ser revolucionaria en un mundo que, desde este año, tiene más ancianos que niños. Era, a su vez, la única capaz de apelar a un activo en desuso: la memoria. No estaba en desuso; en realidad, estaba en reserva.

Por Jorge Elías

No hay comentarios: